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Cuentos y relatos
Alejandro Mayo

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13 de Julio, 2010 · Cuentos
Nadie supo decir el motivo por el cual esa noche nadie había ocupado la mesa que da a la ventana izquierda del Bar Orestes. Normalmente, casi indefectiblemente, todos los días a partir de las seis de la tarde empezaban a llegar al Orestes los muchachos del barrio. Según iban saliendo de sus respectivos trabajos, se dirigían hacia el bar a ocupar sus lugares en la mesa de la ventana izquierda. Jorge solía llegar con su impecable traje de sastre a eso de las siete, después de pasar por el masajista que le quitaba los dolores de las cervicales producidos por el estresante trabajo de corredor de bolsa. El Chino llegaba no más allá de las siete y cuarto, después de haber finalizado su jornada de entrega de sobres y encomiendas para el correo. El Gordo Alejandro siempre era el primero en ocupar su lugar. Trabajaba en un banco, así que tenía tiempo de pasar por su casa, que quedaba a la vuelta, y a las seis en punto se acomodaba en su silla. Alejandro, el único que permanecía soltero,  podía aparecer a cualquier hora, siempre dentro del rango de las seis a las siete y media. Nunca se supo cual era su ocupación, aunque el resto del grupo imaginaba que se dedicaba a prestar dinero en la escribanía de Pablo, quien si bien también se había criado en el barrio, cuando se recibió de escribano cambió las tranquilas costumbres de los muchachos de la zona por clases de golf en la costanera.

Según Don Jesús y Pituto, dueño y mozo del bar respectivamente, los muchachos jamás habían faltado a la cita diaria. Solamente el 14 de junio de 1982, cuando se fueron juntos a Plaza de Mayo a protestar por la rendición de las Fuerzas Armadas en la guerra de Malvinas. Pero aún así, el punto de encuentro fue la puerta del bar. Luego, por los próximos veinte años, siempre estuvieron allí. Inclusive los días en que, uno a uno, fueron contrayendo matrimonio. Cada uno de ellos le había avisado al cura que lo casaría que no podría llegar a la iglesia antes de las nueve de la noche. El primero en casarse fue Jorge. Y llegó una hora tarde a la iglesia porque no se había dado cuenta que el horario del casamiento no le iba a permitir tomarse al menos un café con los muchachos. Y si Jorge había ido al bar a pesar de todo, ninguno de los otros amigos iba a poder dejar de cumplir ese rito.

 El Inspector Gómez pasó cuatro veces por el bar. A las seis y media, a las siete, a las siete y media y a las ocho de la noche. Ahí fue cuando Pituto le dijo que por la hora, seguramente ya no vendrían. Fueron a ver a Don Jesús, para ver si los muchachos le habían dicho que ese día no concurrirían, pero Jesús no sabía nada y estaba tan sorprendido como ellos.

 -                     ¿Ustedes están seguros que nunca faltaron? Preguntó el Inspector

-                     Jamás. Solo un día hace veinte años. Pero después nunca más. Respondió Pituto.

-                     ¿Para que los necesita oficial? Se atrevió a preguntar Don Jesús

 El Inspector Gómez ignoró esa última pregunta y se retiró del lugar pensativo.

 -                     Mire Comisario, dijo el Inspector. Estuve como cuatro veces en el Orestes y nada. Ni aparecieron.

-                     Gómez, a ver si soy claro. No me interesa saber a donde no están. Lo que me interesa es saber exactamente adonde están. Si los ubica a todos, mejor. Pero al que quiero sí o sí es a Alejandro.

-                     ¿El del banco?

-                     ¡Nooo! Ese no. Al otro Alejandro quiero.

-                     Bueno jefe, quédese tranquilo que no vamos a parar hasta encontrarlo.

 Nuevamente el Inspector Gómez se dirigió al bar.

 -                     Escúcheme Pituto, el Comisario está levantando temperatura y la voy a terminar ligando yo. Dígame ¿Adonde pueden estar esos miserables si no están acá?

-                     Es que no le puedo inventar nada Inspector. Cómo voy a saber a donde pueden estar si toda la vida a esta hora estuvieron acá.

-                     ¿Habrán ido a la cancha?

-                     No. Cuando van a la cancha salen desde acá. Don Jesús les prepara los sandwiches.

-                     ¿A algún recital de rock?

-                     ¿Sin antes tomarse unas cervecitas acá? Escúcheme Inspector, no es que me quiera meter en sus cosas, pero ¿Hicieron algo malo? Entiéndame, no es que sea metido, pero si son peligrosos quisiera saberlo. Piense que los tengo acá todos los días.

-                     ¡Que sé yo Pituto! Ni yo se para que los busca el comisario. ¿Le llama la atención que los estemos buscando?

-                     Y que le parece... Son pibes del barrio, los conocemos de chiquitos. Algún despelote cada tanto se mandaban, pero eran cosas de chicos y adolescentes. Pero desde que son grandes nunca hubo ningún problema con nadie. Son educados, saludan a todos, no dicen malas palabras en voz alta, no se emborrachan. Es más, deben ser de los pocos que no le compran al quinielero.

-                     ¿Acá hay quiniela clandestina? Preguntó el Inspector con cara de sorprendido.

-                     No, acá no. Pero a veces pasan por la calle. Contestó Pituto disimulando su enojo. El inspector y el comisario deben saber perfectamente que el quinielero de la cuadra es el primo de Gómez. Pero en los barrios no hay que decir todo lo que se sabe.

 En eso apareció en el local el Comisario, hecho una furia. Llegó en el patrullero con la sirena encendida y las luces giratorias que se reflejaban en los vidrios de cada ventana y puerta del barrio. Desde diez metros antes ya venía clavando los frenos y dejó sendas marcas de caucho en el pavimento.

 -                     Por favor, imploró Don Jesús. No venga de esa forma que me va a alejar a los clientes. Además en el barrio van a pensar que acá pasan cosas raras.

-                     Ya sé gallego. Por eso entré así. Para que sepas que mejor me decís a donde está Alejandro si no querés que además de armarte este quilombo te ponga un vigilante en la puerta. Y no te hagas el otario porque si decido pensar que por acá andan vendiendo quiniela te pongo también la faja de clausura por dos días.

-                     Comisario, no me haga eso, dijo desesperado Don Jesús, mientras imaginaba las consecuencias que semejantes escándalos podrían tener para el bar. Apenas le daba para vivir, pero ya llevaba treinta años en esa esquina y el bar no era simplemente su trabajo sino parte de su vida. Aunque desde el otro lado del mostrador, el Gallego formaba parte del grupo de muchachos y, junto a Pituto, eran amigos de casi toda la gente del barrio.

 El comisario golpeó con fuerza el mostrador y se subió al patrullero, saliendo a toda velocidad. Todo ese escándalo premeditado le había permitido comprobar que ni Jesús ni Pituto sabían a donde estaban los muchachos.

 El bar siguió funcionando normalmente ese día. Tal como el comisario había calculado, no más de dos o tres vecinas comentaron la escena del ulular de la sirena del patrullero, pero el resto de los parroquianos siguió entrando al bar normalmente. Claro que para Don Jesús no era lo mismo. El corazón todavía le latía a ciento sesenta pulsaciones por minuto y, además, cada vez estaba más intrigado por saber que habrían hecho los muchachos. En especial Alejandro, que es el que había nombrado el comisario.

 En eso, y como si ya no hubiera tenido demasiadas sorpresas ese día, ve como empiezan a ingresar por la puerta todos los muchachos.  Antes de ocupar su lugar de siempre, se agrupan en el pasillo que lleva al baño, a sabiendas de que allí no podrían ser vistos desde la calle. Jorge se separa del grupo y se mete detrás de la barra, en donde se pone en cuclillas para evitar ser visto. Don Jesús, de un tranco, se pone al lado de él.

 -                     ¡Parate y hacé como que acomodás cosas en la barra! Le susurró con todo esfuerzo Jorge. ¡Que nadie vea movimientos raros!

-                     Sí, pero no me rompan nada, susurró el Gallego con desesperación. Y no nos hagan nada a Pituto y a mí que nosotros no dijimos nada.

-                     Escuchame bien y no hables. ¿Entendiste?

-                     Sí... sí, alcanzó a decir Don Jesús con un hilo de voz.

-                     Si entra la cana hacete el gil y decile que hoy no nos viste

-                     Pero si ya es la cuarta vez que les digo eso, y siguen viniendo cada media hora

-                     ¿Quién viene? ¿El Comisario?

-                     El inspector Gómez vino como cuatro veces. Y la última vez vino el Comisario hecho una tromba. ¿Qué hicieron muchachos? Si ustedes son buenos pibes, ¿En qué cosa rara se metieron?

-                     Gallego, mejor no nos falles. Vamos a estar en el baño un rato. Si alguien te pregunta decile que lo cerraste porque se tapó el inodoro. Y si viene la cana hacete el boludo. ¿Estamos?

-                     Sí... sí... Pero por favor nada de tiros acá adentro, suplicó Don Jesús

-                     Tranquilo Gallego. Vos hacé lo que te digo, contestó mientras le guiñaba un ojo.

 En eso se ve aparecer la figura del inspector Gómez.

 -                     Está pálido Don Jesús. ¿Vio algo?

 Sobresaltado, el gallego, que era rápido como todo gallego que tiene bar, le respondió:

 -                     Es que ese comisario casi se me mete en el bar con patrullero y todo. Llegó tocando sirena, gritando, ¡Flor de susto me hizo pegar!

-                     Es que está muy nervioso Jesús. Y no sabemos lo que puede llegar a pasar si no agarramos rápido a ese Alejandro.

-                     Espero que aparezca, dijo el Gallego tras lo cual, mientras se hacía el inocente, preguntó: ¿Usted se va a quedar acá por si vienen?

-                     No, ya me voy. Pero si los llega a ver llame urgente a la comisaría.

-                     Como no, como no, respondió el Gallego nervioso. Al menos Gómez no se cruzaría con los muchachos cuando salieran del baño.

 En eso Pituto le hace un chistido a Don Jesús. De golpe aparecen los muchachos vestidos con impecables trajes. “Servite cuatro cafés Pituto. Yo invito” ordenó Alejandro

 -                     ¡Pues coño! ¡ Que café ni café! Primero me van a contar que es lo que pasa. Y les aclaro que yo no le sirvo café a ningún delincuente, así que pueden ir yéndose de acá.

 Pituto miró sorprendido a Don Jesús. No entendía de donde había sacado su jefe semejante coraje para enfrentarse a ese grupo de muchachos buscados por la policía.

 Ja, ja, ja... Estallaron las risas en los cuatro muchachos, mientras el Gallego comenzaba a tomar conciencia de sus palabras y un hilo húmedo y caliente empezó a bajar por las botamangas de sus pantalones.

 -                     Tenés razón Gallego, vení  que te vamos a contar

-                     Mejor me quedo acá mientras me cuentan, contestó el Gallego un poco más relajado por las sonrisas de los muchachos y avergonzado porque el pis todavía chorreaba en sus zapatos.

-                     Es que hoy se casa Alejandro. Explicó el Gordo Alejandro. Y hace tres días que no ve a la novia y parece que lo andan buscando por todos lados porque piensan que se va a borrar. Si lo llegan a agarrar no lo vamos a poder defender ni nosotros, así que lo mejor es que a la hora indicada se aparezca en la iglesia.

-                     Vamos muchachos, no me vengan con esas pavadas a mí. Yo he conocido tipos que se escaparon del altar y fueron perseguidos por todos los parientes de la novia. Pero a este Alejandro lo busca hasta el mismísimo Comisario.

-                     Y claro gallego. Quién querés que lo busque ¡Si el comisario va a ser el suegro!

 

FIN

publicado por alesr5 a las 11:12 · Sin comentarios  ·  Recomendar
13 de Julio, 2010 · Cuentos

  El Gordo Valenti presentía que esa tarde no iba a ser feliz. Se había preparado durante días para ese gran acontecimiento. Durante la semana había comprado todos los diarios, visto todos los noticieros y escuchado permanentemente la radio cuando manejaba. Era la última fecha del campeonato y su equipo no podía perder. Venían de ganar los últimos diez partidos con holgura, demostrando una gran personalidad y obteniendo excelentes resultados en canchas difíciles como el Gigante de Arroyito  o el Chateau Carreras de Córdoba. Venían peleando el campeonato cabeza a cabeza con River hasta que Huracán (si, justo Huracán, el rival del barrio) truncó el sueño de las gallinas riverplatenses con un gol en el último minuto. Ya estaba todo preparado para la fiesta. Con sacar un punto en el último partido contra Unión de Santa Fé  ya daban nuevamente la vuelta. Si bien tenía su barra de amigos “cuervos”, ese día decidió ir solo a la cancha para que su cerebro no tuviera la más mínima distracción que podía significar algún amigo desjuiciado que lo sacara de su limbo para pedirle un cigarrillo o preguntarle algo del laburo.

 

Las calles que lo llevaban a la cancha de San Lorenzo en el Bajo Flores estaban repletas de banderas azulgranas que tapaban los incomprensibles caracteres coreanos de los carteles de los negocios del barrio. “Como se estaba yendo al diablo el país” pensó el Gordo en un pequeño atisbo de xenofobia. La invasión de coreanos en la Argentina no era novedad, pero aún no lograba acostumbrarse a la posibilidad de ver transformado a su querido barrio de Flores en un reducto de ésta colectividad. Y sufría pensando en un futuro con banderas de San Lorenzo escritas en coreano. O en encontrarse en la tribuna local del Nuevo Gasómetro rodeado por mayorías asiáticas. Seguía caminando lentamente hacia el estadio mientras iba agachando la cabeza y encorvando la espalda con esa seguidilla de pensamientos aterradores. Al llegar a la esquina de Carabobo y Avenida del Trabajo sintió un mareo y tuvo que sentarse en el cordón de la vereda. Es que el peor de los pensamientos arremetió contra su sensibilidad de porteño: ¿Cómo iba a hacer para entender y cantar las letras de las canciones de la hinchada en coreano? Él, que toda su vida había cantado hasta la afonía en los tablones de Avenida La Plata, que había seguido gritando en las tardes del fabuloso año de primera B, que había sido despedido del Banco por gritar un gol mientras los clientes seguían angustiados la cotización del dólar en la cartelera electrónica y que había bajado de un taxi a su novia porque la pobre no sabía el nombre del arquero del equipo del ‘68, ¡Iba a tener que sufrir la colonización de su San Lorenzo querido!

 

En eso pasó un camión Bedford, pintado de azul y colorado, con barras bravas que le arrojaron un ladrillo en la cabeza. La hemorragia emergía sin detenerse a través de su cuero cabelludo, pero su sonrisa permanecía inalterable. Otros hinchas que se dirigían a la cancha se detuvieron a socorrerlo sin poder comprender el motivo de su aparentemente feliz serenidad. Una vez recuperado, fue tratado como un demente por esos mismos hinchas ya que no paraba de alabar a los muchachos que le habían arrojado la piedra. Lo que pasa es que ellos no sabían que era lo que venía pensando hasta ser golpeado por el típico ladrillo de barras bravas. “Mientras exista esta gente – pensaba – nuestros valores permanecerán intactos y nuestra identidad no correrá peligro alguno”. “¡Minga de canciones en coreano nos van a meter estos amarillos! Siempre estarán los Templarios del tablón que custodiarán nuestra esencia y nuestros orígenes“.

 

Nuevamente feliz, prosiguió con su marcha hacia el estadio. Cada vez había más gente yendo en su misma dirección con chicos con camisetas puestas y gorros, las caras pintadas mitad rojo, mitad azul y enérgicas arengas del tipo “¡Canten carajo, que hoy damos la vuelta!”.

 

Iba emocionado. Un nuevo campeonato, cosa no frecuente para quienes no son hinchas de River o Boca, era como para acordarse del padre fallecido. Gracias papi, invocaba mirando al cielo, por haberme contado de las épocas en que ibas de traje con el abuelo a ocupar las plateas del sector Bidegain. Gracias por meterme en la sangre esta pasión. El Ciclón, el barrio, el tango...

 

Y siguió caminando con lágrimas deslizándose por sus mejillas hasta ver a otro hincha – canoso, cincuentón – que llevaba puesta una de esas camisas con el escudo blanco que decía CASLA (Club Atlético San Lorenzo de Almagro) en el lado izquierdo del pecho y el número bordado, sí bordado, en la parte de la espalda. Y se acordó de sus primeros partidos en el Gasómetro. Era la época en que el equipo usaba camisas como la del canoso en lugar de camisetas de tela sintética con logos publicitarios y recordó a figuras como el Toscano Rendo, el Lobo Fischer y el Cordero Telch. Pobre Casa, pensó con un dejo de tristeza. Mirá vos que quedarse manco por un balazo de un milico cuando estacionó el auto frente a uno de esos carteles que decían: “No se detenga o el centinela abrirá fuego”. Es que en esa época los militares no jodían. Abrían fuego nomás. ¡Que jugador era el Manco!

 

Continuó su marcha con esa mezcla de amor por ese San Lorenzo que era parte de su persona, euforia por el campeonato que se venía y melancolía por los recuerdos que habían construido su infancia. Era tal la catarata de pensamientos que las diez o quince cuadras que había recorrido le parecían una peregrinación a Luján. Pero ya faltaba poco y se empezaban a sentir los coros atronadores que llegaban desde las tribunas semi pobladas. Dentro de poco tiempo iba a estar ahí adentro y, si tenía suerte, iba a saltar el alambrado para pedirle la camiseta al Pipi Romagnoli, el crack del equipo. Ese número diez habilidoso y gambeteador que cualquier equipo con pretensiones de campeón debe tener.

 

Cada tanto lo atacaba ese presentimiento de que no iba a ser una tarde feliz, pero no entendía el motivo. El campeonato no se podía perder y él iba a estar allí siendo testigo, igual que en 1995 en Rosario, en el ‘82 en Velez, en el ‘74 viéndolo por televisión desde la casa de sus abuelos o en el ‘72 con su padre en Velez, cuando le ganaron la final a River con un gol de Figueroa en tiempo suplementario después de que Chazarreta mandara un penal por encima del travesaño.

 

Finalmente llegó a la entrada y todo era sentimiento. Le temblaban las piernas, las manos, se le salían los ojos de las órbitas... Y continuó su camino. Llegó al primer control, lo palparon de armas mientras miraba por una puerta entreabierta el color verde del campo de juego y escuchaba el grito de la hinchada metiéndose en su cuerpo y elevándolo del piso. La palmada del policía en la espalda y la orden de “Pase”, lo volvieron a la realidad y siguió hasta el último control.

 

Entregó la entrada, esperó firme a que la cortaran y le devolvieran el talón – obviamente iba a ser un recuerdo para toda la vida – y avanzó totalmente descontrolado hacia la tribuna.

 

Al día siguiente se despertó en el hospital. El médico le decía que no se preocupara, que estaba perfectamente bien, mientras que la enfermera intentaba contener una carcajada. Es que la tarde anterior, al avanzar ensimismado y con decisión hacia la tribuna, ese maldito molinete falto de lubricación se trabó a mitad de camino e impactó de lleno en sus testículos, haciendo que se desmayara en el acto.

 

Su presentimiento se había cumplido. Y todos sus sentimientos se habían evaporado con una dura realidad: San Lorenzo había salido campeón, pero – en el fútbol – al lunes siguiente los campeonatos solamente existen en la historia y ya se piensa en el partido que viene. Son solo unas horas: Los noventa minutos que dura el partido y los festejos hasta el momento de irse a dormir. Y por ese maldito molinete el Gordo Valenti se los había perdido...

 

 

F I N

 

publicado por alesr5 a las 10:40 · Sin comentarios  ·  Recomendar
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