El Gordo Valenti presentía que esa tarde no iba
a ser feliz. Se había preparado durante días para ese gran acontecimiento.
Durante la semana había comprado todos los diarios, visto todos los noticieros
y escuchado permanentemente la radio cuando manejaba. Era la última fecha del
campeonato y su equipo no podía perder. Venían de ganar los últimos diez
partidos con holgura, demostrando una gran personalidad y obteniendo excelentes
resultados en canchas difíciles como el Gigante de Arroyitoo el Chateau Carreras de Córdoba. Venían
peleando el campeonato cabeza a cabeza con River hasta que Huracán (si, justo
Huracán, el rival del barrio) truncó el sueño de las gallinas riverplatenses
con un gol en el último minuto. Ya estaba todo preparado para la fiesta. Con sacar un
punto en el último partido contra Unión de Santa Féya daban nuevamente la vuelta. Si bien tenía
su barra de amigos “cuervos”, ese día decidió ir solo a la cancha para que su
cerebro no tuviera la más mínima distracción que podía significar algún amigo
desjuiciado que lo sacara de su limbo para pedirle un cigarrillo o preguntarle
algo del laburo.
Las
calles que lo llevaban a la cancha de San Lorenzo en el Bajo Flores estaban
repletas de banderas azulgranas que tapaban los incomprensibles caracteres
coreanos de los carteles de los negocios del barrio. “Como se estaba yendo al
diablo el país” pensó el Gordo en un pequeño atisbo de xenofobia. La invasión
de coreanos en la Argentina no era novedad, pero aún no lograba acostumbrarse a
la posibilidad de ver transformado a su querido barrio de Flores en un reducto
de ésta colectividad. Y sufría pensando en un futuro con banderas de San
Lorenzo escritas en coreano. O en encontrarse en la tribuna local del Nuevo
Gasómetro rodeado por mayorías asiáticas. Seguía caminando lentamente hacia el
estadio mientras iba agachando la cabeza y encorvando la espalda con esa
seguidilla de pensamientos aterradores. Al llegar a la esquina de Carabobo y
Avenida del Trabajo sintió un mareo y tuvo que sentarse en el cordón de la vereda. Es que el peor
de los pensamientos arremetió contra su sensibilidad de porteño: ¿Cómo iba a
hacer para entender y cantar las letras de las canciones de la hinchada en
coreano? Él, que toda su vida había cantado hasta la afonía en los tablones de
Avenida La Plata, que había seguido gritando en las tardes del fabuloso año de
primera B, que había sido despedido del Banco por gritar un gol mientras los
clientes seguían angustiados la cotización del dólar en la cartelera
electrónica y que había bajado de un taxi a su novia porque la pobre no sabía
el nombre del arquero del equipo del ‘68, ¡Iba a tener que sufrir la
colonización de su San Lorenzo querido!
En eso
pasó un camión Bedford, pintado de azul y colorado, con barras bravas que le
arrojaron un ladrillo en la
cabeza. La hemorragia emergía sin detenerse a través de su
cuero cabelludo, pero su sonrisa permanecía inalterable. Otros hinchas que se
dirigían a la cancha se detuvieron a socorrerlo sin poder comprender el motivo
de su aparentemente feliz serenidad. Una vez recuperado, fue tratado como un
demente por esos mismos hinchas ya que no paraba de alabar a los muchachos que
le habían arrojado la
piedra. Lo que pasa es que ellos no sabían que era lo que
venía pensando hasta ser golpeado por el típico ladrillo de barras bravas.
“Mientras exista esta gente – pensaba – nuestros valores permanecerán intactos
y nuestra identidad no correrá peligro alguno”. “¡Minga de canciones en coreano
nos van a meter estos amarillos! Siempre estarán los Templarios del tablón que
custodiarán nuestra esencia y nuestros orígenes“.
Nuevamente
feliz, prosiguió con su marcha hacia el estadio. Cada vez había más gente yendo
en su misma dirección con chicos con camisetas puestas y gorros, las caras
pintadas mitad rojo, mitad azul y enérgicas arengas del tipo “¡Canten carajo,
que hoy damos la vuelta!”.
Iba
emocionado. Un nuevo campeonato, cosa no frecuente para quienes no son hinchas
de River o Boca, era como para acordarse del padre fallecido. Gracias papi,
invocaba mirando al cielo, por haberme contado de las épocas en que ibas de
traje con el abuelo a ocupar las plateas del sector Bidegain. Gracias por
meterme en la sangre esta pasión. El Ciclón, el barrio, el tango...
Y
siguió caminando con lágrimas deslizándose por sus mejillas hasta ver a otro
hincha – canoso, cincuentón – que llevaba puesta una de esas camisas con el
escudo blanco que decía CASLA (Club Atlético San Lorenzo de Almagro) en el lado
izquierdo del pecho y el número bordado, sí bordado, en la parte de la espalda. Y se acordó de
sus primeros partidos en el Gasómetro. Era la época en que el equipo usaba
camisas como la del canoso en lugar de camisetas de tela sintética con logos
publicitarios y recordó a figuras como el Toscano Rendo, el Lobo Fischer y el
Cordero Telch. Pobre Casa, pensó con un dejo de tristeza. Mirá vos que quedarse
manco por un balazo de un milico cuando estacionó el auto frente a uno de esos
carteles que decían: “No se detenga o el centinela abrirá fuego”. Es que en esa
época los militares no jodían. Abrían fuego nomás. ¡Que jugador era el Manco!
Continuó
su marcha con esa mezcla de amor por ese San Lorenzo que era parte de su
persona, euforia por el campeonato que se venía y melancolía por los recuerdos
que habían construido su infancia. Era tal la catarata de pensamientos que las
diez o quince cuadras que había recorrido le parecían una peregrinación a
Luján. Pero ya faltaba poco y se empezaban a sentir los coros atronadores que
llegaban desde las tribunas semi pobladas. Dentro de poco tiempo iba a estar
ahí adentro y, si tenía suerte, iba a saltar el alambrado para pedirle la
camiseta al Pipi Romagnoli, el crack del equipo. Ese número diez habilidoso y
gambeteador que cualquier equipo con pretensiones de campeón debe tener.
Cada
tanto lo atacaba ese presentimiento de que no iba a ser una tarde feliz, pero
no entendía el motivo. El campeonato no se podía perder y él iba a estar allí
siendo testigo, igual que en 1995 en Rosario, en el ‘82 en Velez, en el ‘74
viéndolo por televisión desde la casa de sus abuelos o en el ‘72 con su padre
en Velez, cuando le ganaron la final a River con un gol de Figueroa en tiempo
suplementario después de que Chazarreta mandara un penal por encima del
travesaño.
Finalmente
llegó a la entrada y todo era sentimiento. Le temblaban las piernas, las manos,
se le salían los ojos de las órbitas... Y continuó su camino. Llegó al primer
control, lo palparon de armas mientras miraba por una puerta entreabierta el
color verde del campo de juego y escuchaba el grito de la hinchada metiéndose
en su cuerpo y elevándolo del piso. La palmada del policía en la espalda y la
orden de “Pase”, lo volvieron a la realidad y siguió hasta el último control.
Entregó
la entrada, esperó firme a que la cortaran y le devolvieran el talón –
obviamente iba a ser un recuerdo para toda la vida – y avanzó totalmente
descontrolado hacia la tribuna.
Al día
siguiente se despertó en el hospital. El médico le decía que no se preocupara,
que estaba perfectamente bien, mientras que la enfermera intentaba contener una
carcajada. Es que la tarde anterior, al avanzar ensimismado y con decisión
hacia la tribuna, ese maldito molinete falto de lubricación se trabó a mitad de
camino e impactó de lleno en sus testículos, haciendo que se desmayara en el
acto.
Su
presentimiento se había cumplido. Y todos sus sentimientos se habían evaporado
con una dura realidad: San Lorenzo había salido campeón, pero – en el fútbol –
al lunes siguiente los campeonatos solamente existen en la historia y ya se
piensa en el partido que viene. Son solo unas horas: Los noventa minutos que
dura el partido y los festejos hasta el momento de irse a dormir. Y por ese
maldito molinete el Gordo Valenti se los había perdido...